miércoles, 18 de noviembre de 2009

Inás, Sibila de Mesilas

He soñado, madre, he soñado. He oído el tañido alarmado de la campana llamando a la guardia. He reparado en los fuegos del campamento enemigo, en lontananza, y eran muchos, madre. He visto cerrar la muralla y elevar el puente con miedo.

He visto a los capitanes buscar órdenes, madre. He oído de su boca audaces planes. Son valientes, madre, quieren atacar por sorpresa al ejército enemigo. He presenciado cómo les daban la orden. He sentido sus corazones henchidos de orgullo y coraje, madre. He visto sus esperanzas rotas en pedazos y su sangre derramada en la batalla.

He oído llamar a las armas. He visto correr la noticia inflamando casa por casa. He contemplado los pendones, ondeando orgullosos en lo alto de las torres. He sentido la esperanza puesta en la sangre joven de nuestro gallardo ejército, madre. He visto humillada nuestra bandera, quebrado el astil y muerto el portaestandarte, pisoteado por hombres y bestias.

He visto a los mozos, madre. Ya han llegado al alcázar. Tan rubios, tan altos, tan guapos. He notado sus ojos asustados, sus caras serias. He oído sus pasos nerviosos, madre. Ninguno se echará para atrás, son todos leales. Pero he visto su muerte, madre.

He contemplado cómo visten las brillantes corazas, madre, todas con el blasón de la luz. He visto cómo se ajustan los cinturones y correas, armados de afilado acero. He visto cómo se mellan y quiebran esas armas contra el enemigo insuperable. He contemplado cómo cubrían sus cabezas con yelmos dorados, coronados con alas, con laureles o con brillantes rayos de sol, madre. He visto cómo ceñían a sus fuertes brazos guanteletes y protectores. He visto fatigados y vencidos esos fuertes brazos, madre.

He apreciado el noble y rico tejido de las sobrevestes: seda y lino, bordados de plata y oro. He admirado sus bellos blasones: sol naciente sobre lago plateado, madre. He contemplado sus finas telas cubrir la fiera dureza de las armas. He visto sus nobles ropas manchadas de su noble sangre. Y he llorado, madre.

He sentido retumbar el suelo con los firmes cascos de los más puros sementales de nuestras cuadras. He oído el agudo relincho de las bestias, desafiante y poderoso, madre. He visto sus ojos llenos de pánico al oler a la negra acudiendo en su busca. He visto a los más indomables quebrados y a los más asustadizos huir despavoridos, abandonando caballeros maltrechos. He llorado por tanta pérdida, madre.

He admirado la formación resplandeciente, madre. He disfrutado del sol radiante de sus ojos, reluciendo en su armadura. He visto a los capitanes enardecer a sus valientes, arengar a sus escuadrones, blandir la brillante espada de la justicia, madre. He visto caer a todos, madre, ensangrentados, rotos, destrozados. He llorado, madre.

He visto a nuestros capitanes solicitar la bendición del rey, madre. He notado sus ojos, fieros y seguros en combate, emocionados al oír sus breves palabras de aliento y despedida. He visto partir a la tropa hacia la noche sin final. Y he llorado, madre. He llorado.

He contemplado nuestra legión por el puente, atravesando la muralla. He visto flores y besos, miradas de despedida, tequieros susurrados al paso de la columna, madre. He visto partir hacia la más negra desesperanza a nuestros mejores muchachos. Y he llorado porque sólo yo lo sabía, madre.

He visto cabalgar orgullosos a nuestros hombres, blandir fieros las lanzas contra la insuperable. He visto caer uno tras otro, rota su arma, rota su vida, madre. He visto las negras flechas de la traición emboscar nuestro ejército. He visto a la muerte cara a cara, madre.

He visto madres, esposas, hijas y hermanas plañir destrozadas. He oído a niños y viejos maldecir en todas las lenguas. He sentido dolor y desesperanza, madre. He respirado rabia, desaliento y frustración. He llorado el dolor de mil madres, madre. He contemplado a todo nuestro ejército aniquilado por una traición. Y he llorado, porque sólo el delator y yo lo sabíamos.

Ya no quiero dormir más, madre. Sólo llorar por las mujeres y por la terrible pérdida que he visto. Sólo sufrir cada gota de desesperación en mi propia alma. Sólo hundir la cabeza en tu pecho y llorar, madre. Yo lo he visto todo.

Ya no quiero dormir más, madre. Ahora debo llorar yo también: he visto al traidor en mi sueño. Y ahora soy yo quien sufre el dolor y la desesperanza, madre. He seguido sus arteros pasos hasta el enemigo y he oído cómo revelaba la intención de nuestro ejército, madre. He caminado tras el traidor hasta la ciudad y he contemplado sus asustados pasos hasta nuestra casa. Te he visto a ti, madre.

Por eso debía matarte, madre. He visto mi cuello degollado con este cuchillo que ahora atraviesa tu pecho. Pero ya no será, madre. Ni la muerte de nuestros hombres. Ni los sollozos de nuestras mujeres. Sólo los míos. Ya no quiero dormir más, sólo llorar por ti, madre.
Lo olvidaste, madre, lo olvidaste.
Yo soy Inás, sibila de Mesilas. Y recibí el don. No quiero volver a soñar, pero lo hago.


Esteban González García - 2009
6º clasificado en el concurso TDL8 del portal Sedice.com

viernes, 2 de enero de 2009

Oro, Incienso y ¿Mirra?


Mateo 2:11, Y al entrar en la casa, vieron al niño con su madre María, y postrándose, lo adoraron; y abriendo sus tesoros, le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra.

Recorrieron una gran distancia desde el lejano oriente. Siempre en pos de la señal, del refulgente cometa que surcaba el cielo nocturno. Según la leyenda, en el sitio en que esa estrella descansara, hallarían al Rey de los Hombres. Y ellos, sabios entre los más sabios, se dirigieron hacia ese lugar con la mejor de sus voluntades, con el más puro deseo de bienvenida, aportando un cofre de oro cada uno para honrar al Rey de todos los Reyes.
Los Magos, preocupados por los bandidos, pensaron que la mejor manera de proteger su oro en los solitarios y peligrosos caminos era la discreción y sus propios poderes. Por ello viajaban con un séquito mínimo, con poco equipaje y con ropas más propias de mercaderes de especias que de Reyes Magos.
Su pequeña comitiva la formaban sólo tres pajes. Cada uno de ellos se ocupaba de un mulo de carga, en cuyas alforjas viajaban los víveres, el agua y lo poco que los Reyes habían considerado necesario. Además, oculto en el fondo de su alforja, cada bestia transportaba uno de los cofres con el tesoro.
El plan era astuto y funcionó a la perfección, hasta que llegaron al río Jordán. Allí, los tres pajes se negaron en redondo a continuar, ya que cruzar ese río era motivo de mala suerte según sus supersticiones y creencias. Y nada de lo que los Magos intentaron u ofrecieron consiguió cambiar la decisión de los pajes.
Así que los tres Reyes vadearon el cauce, y al alcanzar la otra orilla comprendieron que no podrían continuar el viaje ellos solos, ya que les era imposible cabalgar y ocuparse de las tareas propias de un sirviente.
Por el camino vieron venir a un hombre con su carga al hombro, vestido con ropas sencillas.
-Buen día, viajero. ¿Hacia dónde te diriges?
-A Jerusalén –fue la respuesta del hombre-. Llevo este saco de incienso al mercado, intentaré venderlo a la sinagoga.
Sin duda le vieron cara de persona honrada, y hablando con él consiguieron que les sirviese durante su viaje a cambio de una justa paga.
Al poco vieron a otro hombre que venía por el mismo sendero, también con un saco al hombro.
-Buen día, viajero. ¿Hacia dónde te diriges?
-Al mercado de Jerusalén –respondió el hombre-.
-¿Qué es lo que transportas? –le preguntaron los Reyes Magos.
El hombre enrojeció y bajando la mirada al suelo respondió con humildad.
-Cagarrutas de camello.
-¿Cómo? –preguntaron los tres Magos al unísono.
-Sí, excrementos de camello. Una vez secos tienen muchas utilidades.
En él reconocieron a otro buen hombre, y también consiguieron convencerle para que les sirviese durante su viaje.
Un fariseo, que había escuchado la última conversación y que también llevaba un atado al hombro, se ofreció voluntario a completar el número de sirvientes.
-Yo vivo en Jerusalén y me dirijo a vender en el mercado estas telas. Si ustedes lo precisan puedo servirles durante el camino.
A ninguno de los tres Reyes les gustó el aspecto ni la codiciosa mirada de aquel hombre, pero al no ver a nadie más por el camino, tuvieron que aceptar sus servicios, muy a su pesar.
El resto del viaje transcurrió con normalidad, y siguiendo la estela de luz del firmamento llegaron hasta las proximidades de Belén, donde los tres nuevos pajes se despidieron de sus señores. Pero los Magos, desconfiando del mercader de telas, antes de separarse y de pagarle su jornal, le hicieron mostrar lo que envolvía su hatillo.
Comprobaron que en verdad llevaba telas, y nada de lo que mostró había sido sustraído del equipaje. Además, el arca que él había cuidado tenía el oro intacto, por lo que se disculparon y le pagaron lo acordado.
Esa misma noche, los tres Reyes Magos de Oriente llegaron hasta el humilde establo en el que la luz de una estrella derramaba su claridad, y al entrar en la casa, vieron al niño con su madre María, y postrándose, lo adoraron; y abriendo sus tesoros, le ofrecieron presentes.
El primero abrió su baúl y mostrándole el oro se lo ofreció reconociéndole como Rey de los Reyes de la tierra.
El segundo ofreció el cofre a María, reconociendo a su hijo como el verdadero Dios de los hombres. Cuando lo abrió, lo vio lleno de incienso. Entonces comprendió que su paje le había robado y engañado. Mas ninguno de los tres dijo nada.
El tercero ofreció el arca a José, y viendo el engaño que había sufrido su compañero temió haber padecido la misma suerte. Sin embargo no pudo reprimir un grito cuando abrió el cofre.
-¡Pero si eso es mi…! ¡Mirra! ¡Mirra, quiero decir!
Avergonzados, los tres Magos se marcharon, dejando al Niño recién nacido en su humilde pesebre. Subieron a sus monturas y no pararon hasta abandonar esas inhóspitas tierras en las que la gente de aspecto honrado robaba sin pudor y los codiciosos de mirada ladina se comportaban como sirvientes honrados y fieles.

Cerca de allí, los tres hombres que habían servido a los Reyes se dirigían hacia el mercado de Jerusalén, cada uno cargando sus mercancías.
-Escucha –dijo el mercader de telas-. Como yo vivo en Jerusalén y me dirijo al mercado, creo que no es necesario que tú también camines hasta allí. ¿Cuánto esperas sacar por tu saco de incienso?
-Cuarenta monedas de plata –respondió el otro.
-Te ofrezco treinta, y te ahorro la caminata. Así podrás regresar a atender tus negocios cuanto antes.
El hombre lo meditó durante unos minutos y decidió aceptar. De este modo el fariseo compró el saco de incienso de su compañero.
-¿Y tú, cuánto conseguirás por un saco de boñigas de camello?
-Diez cobres, con suerte –respondió.
-Te ofrezco siete y también te evitas la caminata. De esta forma podrás volver antes junto con tu familia.
El hombre lo pensó un instante y también aceptó.
Los tres hombres se separaron, todos camino de su hogar. Dos regresaron contentos por haber obtenido rápidos beneficios sin haber llegado al mercado y el otro por haber comprado unos sacos llenos de oro a cambio de unas míseras monedas.

José, el carpintero, abrió uno de los arcones y cogiendo parte de su contenido alimentó la fogata que les daba calor.
-Hay que ver, María. ¡Qué tipos más raros esos Magos! Allí en su tierra le llaman mirra al estiércol seco de camello. Pues no podían haber traído cosa mejor para esta fría noche. Ni con todo el oro de ese cofre encontraríamos cama en las abarrotadas posadas de Belén.
Navidad 2006