viernes, 31 de octubre de 2008

¿Truco o trato?


Fue hace un año. Era una noche oscura, apacible, fresca como corresponde a estas fechas, pero apacible. En la tele una buena peli, la posada casi vacía y todos los parroquianos atendidos. Mi sillón de orejas confortablemente acolchado, mi mantita, mi copita de brandy, mi purito, mis zapatillas de borreguito y mi pijama de frenela recién estrenado. Todo era paz y lánguida tranquilidad al amor de la luz de la chimenea.
¡Ding dong!
La puerta. ¿Quién puede ser a las 10 de la noche?
Aparto la mantita, dejo la copita, me levanto. ¡Ding Dong! ¡Ding dong!
Joé, qué prisas.
Abro. Son el conde Drácula, Frankenstein y una niña vestida de caperucita. ¡Truco o trato!
Drácula me mira con los ojos inyectados en sangre y Frankenstein da un torpe paso hacia mi puerta. La niña me mira fíjamente a los ojos. ¡Truco o trato!
Mmmmm... truco.
Pues danos caramelos.
O dinero
-apunta caperucita.
Me lo pienso.
Bueno, pues entonces trato.
Pues danos caramelos.
O dinero -apuntilla caperucita de nuevo.
Franki avanza otro paso, amenazadoramente. El conde se sube el embozo de la capa, tapando sus siniestros colmillos. La niña sigue mirando fíjamente mis ojos, con la mirada hueca, vacía.

¡Caramelos!

¡Dinero!

Estoy acojonado, siento paralizadas las piernas. Balbuceo, no soy capaz de articular palabra. Los ojos de caperucita dominan mi mente. No puedo ni parpadear.
¡Dinero! ¡Danos dinero! -rugen los tres.
Entorno la puerta. Franki mete un zapatón entre la hoja y el marco, no puedo cerrar.
Entro a buscar la cartera. Y unos caramelos.
Rebusco nervioso por la cocina. ¿Dónde están los ajos?
Un crucifijo, necesito un crucifijo. Pero recuerdo que soy ateo y en la posada no hay ninguno.
Cuando salgo, la niña ha tomado la delantera y está dentro, dios mío, está dentro. Drácula y Frankenstein la escoltan en el umbral, bloqueando la puerta. Abro la cartera, con un pulso terrible. Odio Halloween.

Solo tengo cincuenta euros. ¿Tenéis cambio?
Caperucita me lo arrebata de la mano, desafiándome con la mirada. Voy a protestar, pero Drácula se adelanta, amenazador. Frankenstein gruñe. Reculo.
Es igual, quedároslo. Se van. Cierro con cien cerrojos.
Comienzo a hiperventilar, joder, me he meado encima. Se ha mojado la franela y el borreguito de mis zapatillas. El puro se ha apagado y el brandy sabe amargo.
¡Ding dong! Se me para el corazón.
¡Ding dong! Corro hacia la puerta y empujo con todas mis fuerzas. Han vuelto, han vuelto.
¡Ding dong! ¡Ding dong! Golpean la puerta, dios mío, no voy a poder resistir.
Se marchan. Caigo de rodillas, sollozando. Estoy destrozado. Ellos me están obligando. Yo no quiero, no quiero, no quiero.
Fue hace un año. Hace justamente un año, una noche como ésta.
Hoy no llevo pijama de franela ni zapatillas de borreguito. Llevo mi buzo de trabajo y mis botas reforzadas. Lo tengo todo listo.
Miro por la ventana, ya está oscuro. Hace frío y llueve, es una noche estupenda, me vuelve a encantar Halloween. Hoy he cerrado la posada, tengo cosas que hacer y no necesito parroquianos dando la tabarra.
Reviso el equipo, todo en orden. Estoy ansioso, sudo a mares. Aprieto tando los dientes que empiezan a rechinarme. La espera está siendo interminable.
¡Ding Dong!
Sí. Ya estan aquí.
Vuelvo a revisar todo. Este año va a ser distinto. El vecindario va a tener de qué hablar durante muuucho tiempo. Estoy deseando encontrarme a Drácula y a Franki. Ah, mi conde y mi monstruito favoritos. Os voy a machacar. Caperucita será la última. Ella lo verá todo y después la despedazaré. Espero que haya traído mis cincuenta euros o me tendré que cobrar de otra forma...
Tanteo el machete que llevo al cinto, afianzándolo. Me pongo la careta sobre el rostro y recojo la motosierra junto a la entrada. La voy arrancando, deleitándome con los gases de la gasolina.
Abro la puerta. Se van a cagar estos pequeños hijos de puta.
Antes me llamaban Jason, y nací un Viernes 13. Pero lo dejé. Hasta hace un año. Ellos me obligaron... yo no quería volver.
¿Truco o trato? Por favor, qué chorrada.

¡¡Susto o muerte!! -grito.

O las dos cosas.


jueves, 9 de octubre de 2008

El Último Bastión

Agarrotado, sudoroso y extenuado, el soldado arrojó la espada al suelo. Su antes bruñida hoja se encontraba mellada y tinta en sangre putrefacta. Su otrora brillante armadura olía a carne en descomposición, a podredumbre, a muerte. Sufría por las llagas y rozaduras en carne viva de cada articulación. Llevaba más de cuarenta días sin quitarse la coraza metálica ni para dormir.
No tenían agua ni les quedaba alimento alguno. No tenían ejército ni comandante alguno. No tenían esperanza ni deseo de continuar alguno. El puñado de hombres que había sobrevivido hasta esa fatídica mañana lo había perdido absolutamente todo: esposas, hijos, posesiones, futuro y fe. Estaban condenados a perder la vida y no morir, sentenciados a la no-muerte, abocados a engrosar el ejército maldito del brujo.
Se sacó como pudo el yelmo y cayó exhausto al suelo. Casi de inmediato se sumergió, agotado, en un leve e inquieto duermevela, en el que sus acalambrados músculos descansaron algo y su atormentada cabeza ardió aún más, consumida por la fiebre, rememorando el asedio que sufrían.
Ante él pasaron todos los camaradas caídos. Corrieron en plenitud y llenos de vigor. Desfilaron cansados, sangrantes y heridos de muerte. Se arrastraron grotescos, mutilados y carentes de todo sentimiento, empuñando sus aceros, ahora contra él, contra todos sus antiguos compañeros de armas. Los recuerdos torturaban su alma; había dado muerte al menos diez veces a muchos amigos, había cortado manos, segado cabezas y quemado cuerpos horribles llenos de pústulas. Pero siempre volvían, siempre. Cada anochecer se levantaban de nuevo de sus tumbas, alimentados por el halo malvado del hechicero negro. Cada anochecer.
Un hombre contra una fortaleza. Al principio se habían reído, cuando el hechicero solicitó entrar a descansar y a consultar los viejos archivos del castillo. Por supuesto no le franquearon el paso, de sobra estaban advertidos de su baja calaña y de sus negras artes. Al principio se habían burlado de sus amenazas, cuando indignado maldijo la alcazaba y a todos sus habitantes. Al principio se habían jactado de sus pretenciosas palabras cuando hecho una furia había vuelto sobre sus pasos.
Pero risas y burlas se trocaron en llantos y pánico cuando regresó al mando de unos pocos cientos de cadáveres putrefactos, cojos, mancos, descabezados e incontenibles. Ya nadie reía cuando trajo peste y viruela sobre los soldados. Nadie recordaba ya las burlas cuando el agua se pudrió en los aljibes, fermentando, llena de gusanos.
El fortín mantuvo sus defensas intactas al comienzo, pero los caídos engrosaban las filas enemigas noche tras noche. Pronto, la podredumbre se fue extendiendo dentro de las murallas y se vieron obligados a arrojar los cuerpos de los soldados muertos al otro lado del muro, con lo que el acoso de la hueste del nigromante era cada vez mayor.
Torre a torre, puerta a puerta, los defensores fueron cediendo desesperados, sitiados ante un enemigo que nunca se cansaba, que nunca moría, que en cada batalla veía engordado su número con los caídos en combate. Todas las noches eran derrotados un poco más, todas las noches cedían terreno frente al lento e implacable avance de los muertos en vida.
Las mañanas traían algo de paz. Durante las horas de sol, el ejército de no-muertos abandonaba el sitio, escondiéndose en bosques y fosas, buscando el amparo de la oscuridad. Pero el último rayo de sol traía la maligna voz de los conjuros del brujo, llamando a las armas a las torturadas almas que componían su ejército. La llegada de la oscuridad barría la esperanza de los defensores.
Muchos habían tratado de escapar durante las mañanas. Pero otras malignas criaturas, al servicio del siniestro mago, mantenían cerrado el cerco, hostigando y dando muerte a los fugitivos, que pasarían esa misma noche a obedecer las órdenes de su amo. El castillo era una ratonera cerrada.
Moviendo con dolor el cuello observó el desolado aspecto a su alrededor. El último reducto del alcázar, la capilla de la Diosa de la Vida, era ahora la auténtica definición de muerte. Los pocos supervivientes descansaban tumbados sobre los propios cadáveres de sus otrora compañeros, sobre charcos de humores descompuestos, entre excrementos y vómitos, entre ratas y cuervos. La puerta, desvencijada y hecha astillas, descansaba caída a un lado, franqueando el paso a todo el ejército enemigo. Sólo la llegada del amanecer había aplazado la ejecución de la sentencia.
Pero el día se terminaba. Y el viento traía ya la siniestra voz del nigromante, conjurando a sus lacayos de vuelta a la vida. Su alma buscó refugio en el rincón más recóndito del corazón, tenía la certidumbre de que esa misma noche iba a ser devorada por la maldad del hechicero.
En nada de lo que le rodeaba encontró algo de esperanza que mantuviera viva su llama. El desánimo y el agotamiento eran plenos vencedores de la batalla. No era posible la victoria contra un enemigo que jamás se rendía, ni vivo ni muerto.
Llegó la noche, pero el soldado no se levantó, su enguantada mano no empuñó la doblada y sucia espada. A su lado, un antiguo compañero muerto comenzó a tener estertores mientras se alzaba del suelo, impulsado por la maligna magia que le daba aliento. Esta vez no oyó las siniestras palabras que traía el viento, pues fueron ahogadas por los gemidos de agonía de los últimos supervivientes. Ni siquiera quiso abrir los ojos. De sobra conocía la escena que estaba ocurriendo a su alrededor.
-Ven con nossotross… -oyó.
Abrió somnoliento los párpados y se vio rodeado por deformes y mutilados soldados, viejos camaradas todos, privados del descanso eterno. Las miradas vacías de los no-muertos se dirigían implorantes a su alma, rogando por una muerte que nunca llegaba, llenas de rabia y odio por lo que ellos habían perdido y que ahora torturaba su espíritu.
-Debess morir... ssólo assí noss permitirá desscanssar el brujoo...
El soldado, viéndose acosado por todas partes, sacó fuerzas de donde no tenía y rodó hasta donde había tirado la espada. El frío tacto de su empuñadura le dio ánimo otra noche más.
De un tajo cortó varias piernas, mientras luchaba por ponerse en pie, venciendo el peso de su armadura. Golpeó a ciegas, sin detenerse a comprobar quién recibía su acero. No quería reconocer en aquellos seres corruptos a ninguno de sus amigos. Pensó en las jarras de cerveza que había compartido con ellos, en los dorados lechones asados a fuego lento, en las jugosas manzanas y las tiernas zanahorias, mientras su espada cortaba brazos descarnados, sonrisas huecas y miembros podridos. Hasta que debilitada por los miles de golpes, su fiel hoja se quebró en el costillar de alguno de los muertos en vida.
Arrojó furioso la empuñadura al rostro de la muerte y dando un giro sobre sí mismo tomó una antorcha de la pared. Usándola como mandoble, comenzó a golpear a diestra y siniestra, prendiendo fuego a todo lo que le rodeaba. La carne en descomposición ardía en llamaradas azuladas de olor empalagoso y dulce, impregnando el denso ambiente del templo sagrado. El soldado gritó desesperado.
Un nuevo tropel de enemigos llegó renqueante hasta la pequeña capilla. Decenas de armas melladas o rotas se alzaron a un tiempo contra él, indefenso y desvalido, arrodillado frente la muerte, humillado ante su guadaña. Todos a un tiempo se arrojaron encima, arrancándole la coraza y las grebas, mordiendo su carne, masticando sus vivos miembros. Aterrado, gritó hasta dejar vacíos sus pulmones.
Al fin llegó la Eterna Oscuridad para él.

-¡Mi comandante, mi comandante! –alguien le zarandeó por el hombro.
Ahogó un rugido desgarrado y buscó a tientas su espada, desesperado, queriendo escapar de las garras de la muerte.
-¡Mi comandante, despierte!
Abrió los ojos todo lo que pudo y reconoció su limpia e impoluta estancia, su cama, su ropa doblada con cuidado. Incluso reconoció el rostro del patán que le había despertado. Estaba sudoroso, jadeante, con el pulso acelerado y muy asustado.
Todo había sido un sueño.
-Mi comandante –volvió a repetir el joven soldado-. Hay un extraño brujo en el puente levadizo que solicita descanso en la fortaleza y acceso a los viejos legajos del archivo...


STB -2007

Relato ganador del concurso Círculo de Bardos III.

Permisos y Derechos

Todos los relatos publicados en esta página son propiedad de Esteban González García y están registrados convenientemente en el Registro de la Propiedad Intelectual.

NO puedes usarlos con fines lucrativos de ningún tipo.
SÍ puedes usarlos sin modificarlos, citando BIEN GRANDE a su autor, o sea a mí.

Si deseas emplearlos para alguna otra cosa ponte en contacto conmigo:

fugaces[arrobita]gmail[puntito]com